El frío viento le azota el rostro sin compasión. Las manos, arropadas bajo unos guantes, se esconden en los bolsillos de su abrigo de lana marrón y protege el rostro bajo la enorme bufanda gris que le envuelve el cuello. Es casi más larga que ella y le tiene que dar varias vueltas, pero no le importa. Nunca va a comprarse otra bufanda. Ella quiere esa, a él le gustaba. Recuerda que cuando la vio la primera vez se rió y le sugirió que podían cambiarla. Yo voy a la tienda y la cambio, cariño, son dos minutos. Pero no, ella se negó rotundamente. A ella le gustaba, a él también. Y hacía dos años fue su regalo de Navidad. Desde entonces, no había querido nada más. Espérame, no me olvides, te quiero, le había dicho aquella tarde, lluviosa en su alma, borrosa en el tiempo, pero nítida en su corazón. Y luego nada. No más juegos, no más risas ni burlas. No más mañanas en la playa contemplando la salida del sol. No más bufandas grises que eran casi más largas que ella. Nada.
Maldita guerra, maldito mundo, maldita injusticia. Maldito tren que te lo llevaste, maldita sonrisa de amor, maldita promesa que me obligaste a cumplir. Maldita yo, por no detenerte, maldito tú, por no escapar conmigo. Maldito amor, que me destroza el corazón. Maldita vida, que me lo diste y luego me lo arrebataste. Maldito, maldita, maldito…
Avanza mecánicamente, como cada domingo. Ya desde esa distancia ve a la multitud que se congrega allí, como cada domingo. Rostros que lloran, otros que ríen, otros vacíos, que no dicen nada. ¿Tendrá ella los mismos ojos opacos, hundidos y fríos? No quiere saberlo. Hace tiempo que dejó de mirarse en el espejo, que dejó de arreglarse el cabello y de ponerse el carmín en los labios. Tampoco sabe qué hace allí, con su bufanda gris y el abrigo marrón, sabiendo que no sabrá nada, que volverá igual que vino y que ese domingo será como el otro, el otro y el otro. Nada cambia.
Cuando llega allí, saluda a una vecina y le sonríe a un bebé. Una sonrisa triste, marchita, antaño hermosa. Pero el ayer ya se ha marchado, ahora ya no queda nada por lo que reír. Y aún así, se fuerza a hacerlo. Supone que es demasiado cabezota. Pero eso es lo que más me gusta de ti, decía mientras la abrazaba. Qué estúpido. Y cuánto lo ama.
El tren ya ha llegado, la gente se agolpa en el andén. Alguien la empuja, pierde el equilibrio, cae. Nadie la recoge, nadie se da cuenta que una joven demasiado adulta es arrollada por una multitud nerviosa y emocionada. Nadie se da cuenta. Ni su vecina, ni el bebé, ni el hombre que no para de mirar el reloj, ni la niña que juega a la pelota. Ni ella misma. Porque tampoco importa, nadie va a notarla, nadie saldrá buscándola, nadie, nadie, nadie…
Continuará...
¡Muchísimas gracias por vuestros comentarios, los aprecio de verdad! ^^
¡Muchísimas gracias por vuestros comentarios, los aprecio de verdad! ^^
¡Pufff!
ResponderEliminarQue triste me ha dejado esta historia, Aeren.
Besos con sabor a sal.
Realmente triste, muy triste. Pero visitarte siempre es un placer.
ResponderEliminarMuy triste, espero la continuacion, y que algo de esperanza aparezca en la vida de la muchacha un placer leerte,
ResponderEliminarAins q tristeza y angustia he ido sintiendo mientras avanzaba el texto,
ResponderEliminarTu historias me llegan, me encantan, esperando ya la continuación.
Besos