sábado, 31 de octubre de 2009

Otro domingo más (II)





Porque tampoco importa, nadie va a notarla, nadie saldrá buscándola, nadie, nadie, nadie…

Otro domingo más I


Una mano en su hombro. Se gira sobresaltada. ¿Es posible que…?

Estúpida, qué estúpida es. Un joven con una boina negra la mira desde lo alto. Sus ojos azules como el cielo transmiten preocupación y simpatía. ¿Estás bien? Qué amable. Asiente imperceptiblemente mientras se va levantando con su ayuda. Las lágrimas ya se agolpan en sus ojos, y se odia. Se odia por no ser fuerte, por esperar cada domingo sabiendo que será igual que el otro, y el otro y el otro, por seguir llorando como una tonta niña enamorada, por quererle, por cumplir la promesa. Porque él no la ha cumplido.

El joven sonríe comprensivo. ¿Quieres un pañuelo? En la cafetería de la esquina son muy bonitos. Lo mira sorprendida y ríe ligeramente. Qué amable. Declina la oferta con una sonrisa cortés y le agradece su preocupación. El joven —parece una nube de algodón azul— se marcha sin estar demasiado convencido luego de una ligera reverencia. Ella lo observa irse. Tal vez no estaría mal ir a por un pañuelo a la cafetería de la esquin—

—Guapo, ¿eh?

No. No, no, no. Esa voz. No. No puede ser. Se gira lentamente, los segundos se vuelven tortuosas horas de agonía. Y entonces le ve. Enfrente de ella, más adulto, más delgado, más curtido. Pero él, al fin y al cabo. No puede ser. No pued—

—Siento haberte hecho esperar. Hubo imprevistos en el camino —se acerca a su oído, susurrando — una viejecita que no encontraba a su gato, ya sabes.

Ríe sin proponérselo. ¿Cómo puede ser tan despreocupado en un momento como ése? Y lo peor, le encanta. Los labios de él recorren lentamente su cuello, recorriendo ese camino tan conocido y tan olvidado a la vez. Sus labios se encuentran, ávidos, precipitados, ansiosos. Un beso con sabor a sal.

Se separan y él la mira, serio esta vez. Se inquieta, eso no es propio de él. Pero entonces la rodea con sus brazos y apoya la barbilla en su coronilla. Ella suspira suavemente. Cómo lo ha echado de menos…

—Lo siento.

Niega con la cabeza. No, no lo sientas, susurran sus manos mientras recorren su espalda. Ahora estás aquí. Te quiero, amor, te quiero. Él la estrecha aún más. Sobran las palabras, sobra el tiempo de angustia, sobran las cartas perdidas, sobran los domingos, sobran las horas en vela observando las estrellas, sobran.

Cuando se alejan —no se separan— él la observa. Repara en su cabello seco, en su nariz roja, en sus labios agrietados. También en los zapatos viejos, el vestido raído y el abrigo marrón de lana. Y repara en su bufanda. La de los dos. Y entonces una sonrisa de felicidad de extiende por su rostro mientras la vuelve a estrechar.

—¿Sabes? Va siendo hora de que te compre otra bufanda.

Ella ríe, feliz, y le besa en los labios.

—Cuando quieras.





Nunca perdáis la esperanza...



Muchas gracias por los comentarios. Os los agradezco muchísimo


*Nota: he tenido un pequeño problema y se me han borrado los afiliados. Si alguien estaba afiliado y ahora ya no lo está, por favor, avisadme y os enlazo en seguida. Gracias!

domingo, 25 de octubre de 2009

Otro domingo más (I)



El frío viento le azota el rostro sin compasión. Las manos, arropadas bajo unos guantes, se esconden en los bolsillos de su abrigo de lana marrón y protege el rostro bajo la enorme bufanda gris que le envuelve el cuello. Es casi más larga que ella y le tiene que dar varias vueltas, pero no le importa. Nunca va a comprarse otra bufanda. Ella quiere esa, a él le gustaba. Recuerda que cuando la vio la primera vez se rió y le sugirió que podían cambiarla. Yo voy a la tienda y la cambio, cariño, son dos minutos. Pero no, ella se negó rotundamente. A ella le gustaba, a él también. Y hacía dos años fue su regalo de Navidad. Desde entonces, no había querido nada más. Espérame, no me olvides, te quiero, le había dicho aquella tarde, lluviosa en su alma, borrosa en el tiempo, pero nítida en su corazón. Y luego nada. No más juegos, no más risas ni burlas. No más mañanas en la playa contemplando la salida del sol. No más bufandas grises que eran casi más largas que ella. Nada.

Maldita guerra, maldito mundo, maldita injusticia. Maldito tren que te lo llevaste, maldita sonrisa de amor, maldita promesa que me obligaste a cumplir. Maldita yo, por no detenerte, maldito tú, por no escapar conmigo. Maldito amor, que me destroza el corazón. Maldita vida, que me lo diste y luego me lo arrebataste. Maldito, maldita, maldito…

Avanza mecánicamente, como cada domingo. Ya desde esa distancia ve a la multitud que se congrega allí, como cada domingo. Rostros que lloran, otros que ríen, otros vacíos, que no dicen nada. ¿Tendrá ella los mismos ojos opacos, hundidos y fríos? No quiere saberlo. Hace tiempo que dejó de mirarse en el espejo, que dejó de arreglarse el cabello y de ponerse el carmín en los labios. Tampoco sabe qué hace allí, con su bufanda gris y el abrigo marrón, sabiendo que no sabrá nada, que volverá igual que vino y que ese domingo será como el otro, el otro y el otro. Nada cambia.

Cuando llega allí, saluda a una vecina y le sonríe a un bebé. Una sonrisa triste, marchita, antaño hermosa. Pero el ayer ya se ha marchado, ahora ya no queda nada por lo que reír. Y aún así, se fuerza a hacerlo. Supone que es demasiado cabezota. Pero eso es lo que más me gusta de ti, decía mientras la abrazaba. Qué estúpido. Y cuánto lo ama.

El tren ya ha llegado, la gente se agolpa en el andén. Alguien la empuja, pierde el equilibrio, cae. Nadie la recoge, nadie se da cuenta que una joven demasiado adulta es arrollada por una multitud nerviosa y emocionada. Nadie se da cuenta. Ni su vecina, ni el bebé, ni el hombre que no para de mirar el reloj, ni la niña que juega a la pelota. Ni ella misma. Porque tampoco importa, nadie va a notarla, nadie saldrá buscándola, nadie, nadie, nadie…



Continuará...

¡Muchísimas gracias por vuestros comentarios, los aprecio de verdad! ^^

lunes, 12 de octubre de 2009

La pequeña carpintera I


El sol le acaricia dulcemente el rostro mientras el viento agita sus cabellos. El aroma del bosque enturbia sus sentidos y el rumor de—

No, ésta tampoco. Ana suspira con frustración mientras tacha la escasa línea que acaba de garabatear. Está rodeada de un entorno perfecto, hace un día espléndido pero lleva media hora sentada en ese claro y aún nada. ¿Por qué no puede escribir algo? Hace ya semanas que se estruja los sesos intentando dar forma a una historia que lleva pensada desde hace tiempo, pero no hay forma de plasmarla en el papel. Su amiga Mireia dice que no se preocupe, que son cosas que pasan y que dentro de nada volverás a ser la misma fanática asocial de siempre, cariño, Y Ana sonríe, asiente y la invita entonces a un helado, pero en el fondo se preocupa, y mucho. ¿Puede que ya se haya agotado ese “don”, como su madre se empeñaba en llamarlo, que hacía que las palabras cobrasen vida antes incluso de escapar de sus dedos? Tal vez abusó demasiado de él… pero, ¿se puede abusar de una cosa tan abstracta? Sacude la cabeza, recordando los cientos de relatos que guarda en el tercer cajón de su escritorio —y en el cuarto y quinto, también. Algunos tan sólo son unas pocas líneas que se le ocurrían mientras esperaba el metro rodeada de apresurados funcionarios; otros, elaboradas historias que nunca vieron la luz por no ser lo suficientemente buenas, según su propio criterio. También esconde ahí los cuentos que escribió de pequeña —el del pueblo que temía al gigante es su favorito.

Ana tiene los tres últimos cajones del escritorio hechos “un asco”, como suele decir su madre, pero aún así, no le permite ni acercarse a ellos. Recuerda que cada fin de mes, cuando su madre se propone hacer la limpieza general de la casa, hay una batalla campal. Por un lado, la bayeta y el “plumero” amenazan su pequeña y particular biblioteca, y por otro, Ana y todo un arsenal de pesados volúmenes sobre aeronáutica que nunca ha leído, se atrincheran delante del tesoro y hacen retroceder al enemigo. “¡Algún día me pedirás de rodillas que limpie esta pocilga!” amenaza finalmente su madre, blandiendo el plumero cual espadachín. Y Ana ríe y niega con la cabeza. “Hemos ganado, chicos” susurra entre risas a sus queridos escritos.

El sonido de un pájaro carpintero la despierta de sus ensoñaciones. Pic-pic. Pac-paca-pac. Pic-pic. Siempre le han parecido unas criaturas extrañas y fascinantes. Siempre taladrando, poquito a poco, milímetro a milímetro, pero sin rendirse nunca. Aunque no encuentren comida o el tronco esté demasiado duro, no desisten y siguen picando. Pic-pic. Pac-paca-pac. Pic-pic.

Mira la hoja arrugada que aún tiene en la mano y lentamente la abre, estirándola lo más posible. Durante unos segundos, se queda mirando el blanco inmaculado tan sólo mancillado por una pequeña línea en la parte superior y asiente para sí. Aún queda mucho folio por llenar de pequeñas líneas.

Cuando de pequeña la llamaban la pequeña carpintera, Margarita se molestaba, ¡ella quería ser una princesa, un hada o una sirena!...








Gracias por vuestros comentarios, son mis soplos de inspiración ;)

domingo, 27 de septiembre de 2009

Aquel niño.




La lluvia empaña la ventana. En la oscuridad de la habitación, los pensamientos que has mantenido a raya desde hace tantos días, salen a flote. El silencio que te envuelve te asfixia, te cala los huesos, más incluso que las gotas que humedecen el pavimento. Te hace recordar que a tu lado, en la otra habitación, no hay nadie que observe el llanto del cielo, que la cama perfectamente hecha permanecerá así una semana más, y tal vez otra más. Suspiras con nostalgia, recordando todas esas noches de sonrisas y confesiones, de hermandad sincera, de riñas y palabras dichas sin pensar, de abrazos, dolores y alegrías. Rememoras los años de infancia —a veces fuiste cruel, y a veces te odias por eso—, los malos momentos —los niños son tan inocentemente malvados—, el dolor al ver su dolor, los deseos pedidos a las estrellas, que sea feliz, rogabas, cámbiame por él, por favor, no me importa, lo quiero mucho, que sea feliz. Y finalmente viste tus súplicas cumplidas, y una sonrisa perpetua adornaba su rostro maduro pero aún de niño, y entonces reía torcidamente, con cara de pillo, gracioso y aún niño. Y tú estabas feliz, porque el sonido alegre de su voz iluminaba tu corazón. Y el suyo, y también el de ella. Y porque seguíais siendo niños. Niños que se creían mayores, adultos e ingeniosos, pero aún niños.


Y de pronto, un día, ¡plaf! Ese niño que reía con la boca torcida ahora sonríe con condescendencia, tan adulto, tan maduro, tan poco crío. Y te das cuenta que las tardes de juegos y riñas se han terminado, y tal vez ya nunca volverán. Que mamá ya no se enfadará, porque la cama siempre estará hecha, y que cuando se rompa algún aparatejo de esos de los que no entiendes nada, no vendrá en tu ayuda rápido cual centella. Tendrás que esperar, porque ya no es un niño, porque hoy ya no está.


¡Y pasa tan rápido el tiempo! Ayer erais críos de escuela, hoy casi adultos en el campus. Y sin embargo, aunque avancen los años y su sonrisa cada vez sea más madura y menos traviesa, para ti es y seguirá siendo aquel niño con el que reías, jugabas, peleabas, llorabas y abrazabas. Aquel hermano que te echaba una mano sin que lo notases, que te defendía sin pedirlo y que te quería desde sus silencios. Aquél que en su interior y con su risa de pillo, es y nunca dejará de ser, aquel niño.

martes, 15 de septiembre de 2009

Hoy, en tu cuaderno.

Para ti, siempre aquí.

Hoy amaneció nublado. Allá en el cielo, también. La flora a mi alrededor, cubierta por un casi imperceptible manto de nostalgia, se agita fantasmalmente al son de una brisa juguetona, risueña, anunciando el final y a la vez, el principio del viaje que nos transportará otra vez a aquella oscura tarde de una Navidad pasada, la que nunca volverá.

Mis movimientos son lentos, pausados, me resisto a creer que haya terminado, así sin más, tan repentino, tan doloroso, tan indiferente. Ya volverá. O tal vez nunca más lo haga, al igual que tú, que tu risa fuerte y gruesa, sincera; que tus ojos claros y puros del color del Mediterráneo, y exactamente igual que el dulce aroma a café que siempre te acompañaba. Tal vez ya nunca más nada vuelva. Una gota cae sobre mi cabeza, pero a penas la noto, las puertas de acero que protegen mi corazón se han derrumbado, y un torrente de recuerdos -risas, abrazos, palabras, lágrimas, dolor, dolor, amor- ha inundado mi mente, mi alma y mi ser. Pero sigo andando, pausada, silenciosa, una sonrisa en mi rostro. ¿Qué es esto? preguntó. Una caja de madera vieja, bastante sucia, reposa misteriosa en el banco de piedra. Me llama, lo sé. Pronuncia mi nombre en un susurro desesperado, incitante, invisible. Poco a poco, sin prisa, la abro. Un pañuelo y una libreta. ¿Qué hay escrito? La curiosidad me corroe, los recuerdos desterrados temporalmente, gracias a un excelente sistema de autodefensa, perfeccionado a lo largo de los meses. "Sacude la cabeza, no pienses, sonríe".

Abro el cuaderno, y entonces, mi mundo entra en caos. El tiempo se detiene, la lluvia queda suspendida en el aire, mi respiración se paraliza. Y una milésima de segundo después, todo vuelve a su lugar, el agua sigue repiqueteando contra el tejado, la brisa sigue bailando su danza burlona y mis pulmones continúan su misión. Pero mis ojos no se apartan de esa parte de ti que ahora sostengo entre mis manos, y poco después las letras empiezan a emborronarse, la tinta a correrse. No he llegado a leer ni un párrafo. Tus recuerdos plasmados en prosa se convierten en míos, y me transporto a esos tiempos en los que aún reías, llorabas, gritabas y estabas. No oigo nada. Sólo esas palabras martillean en mi mente una vez, y otra y otra...hasta que empiezo a dudar de si realmente son tus historias o las mías. O si son de los dos.

Hoy atardeció lloviendo. Allá en el cielo, también.




Gracias por los comentarios, me inspiran, de verdad.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Mundos Invisibles



Mundo perverso, cruel bitácora de una historia errada. Risas rotas y memorias congeladas, pasos que se detienen en el mar de las sirenas, donde las voces susurran cuentos de finales inciertos pero felices, donde los titanes cobran vida y barren las tristezas con sus soplos de fortaleza.

Mundo injusto, dolores desgarrados y miradas que no miran, que no oyen, que sólo no sienten. No sienten esperanza, no sienten la felicidad, no sienten el sonido de una palabra amable. Miradas que matan y mueren en una agonía infinita. Palabras que nunca llegan a oírse, perdidas por siempre en el vaivén de un mundo que no es para ellos, que los aparta, los rechaza, los subyuga. El mundo que los ojos que sí sienten -o creen hacerlo- no quieren aceptar, que disfrazan con un costoso vestido de indiferencia. Fría caridad, falso altruísmo social.

Ojos hipócritas que sí sienten, pero nunca verán, bajarán la mirada, echarán la vista atrás.
Ojos estúpidos que no sienten -no quieren-, que no miran -no quieren-, no vivirán la historia de un mundo malvado y cruel, congelado en las risas sinceras de ojos que no sienten; que viven.




Porque alguien debe hablar por las voces que callan.





Gracias por vuestros comentarios, me alegran muchísimo.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Cuentos de duendes




—¡Mamá, lo he visto, mamá! —unos pequeños tirones en la manga de la camiseta la hicieron levantar la vista del libro que reposaba en su regazo. La sonrisa ilusionada de la niña la recibió con impaciencia. Sonrió a su vez.
—¿Qué has visto, cariño? —se permitió cerrar un segundo los ojos mientras su hija se agitaba emocionada. Las risas infantiles que inundaban el parque, atestado a esas horas de la tarde, le producían una cálida sensación de confort. Sin dejar de sonreír, volvió a mirar a su pequeño tesoro.
—Pues, eso mamá, ¡eso! —exclamó, como si fuese obvio. Iba a preguntar, pero sus aspavientos infantiles no la dejaron — ¡los duendes, mami! ¡He visto uno, pero Carla no me cree! —señaló a otra niñita que jugaba en la arena cerca de allí. —¿A que tú sí me crees? ¿A qué sí?
Le dieron ganas de abrazarla hasta quedarse sin aire, y eso es lo que hizo.
—Claro que te creo —susurró mientras la envolvía entre sus brazos maternales y ella se agarraba a su cuello. Una sensación de plenitud la embargó por completo, y cerró los ojos, dejando que se extendiera por cada célula de su cuerpo — Sabes que mamá también los puede ver y escuchar.
—¿Escuchar? — su vocecita infantil estaba teñida de curiosidad. La madre asintió mientras la sentaba en su regazo.
—Sí, si prestas atención, los puedes oír tramando sus pequeñas travesuras — Una corriente de aire agitó sus cabellos y la niña se estremeció, mezcla de emoción e inquietud. Aguantó una risita que luchaba por escapar de sus labios — Sólo calla, mi niña, shhhh….y los escucharás.

Y así, mientras la brisa jugaba con sus emociones y las risas cristalinas de la infancia se mezclaban con las de sus recuerdos, le prometió, en un murmullo apenas audible, que jamás permitiría que los duendecillos se volvieran silenciosos para ella.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Cigarrillos


Avanzo lentamente, sin prisas. No hay nadie que me espere, ni nadie a quien recibir. Las calles están vacías, tan sólo unos transeúntes se aventuran a salir del calor de sus hogares en esta tarde lluviosa, y ninguno por mucho tiempo. A lo lejos diviso la cantina, el umbral de la puerta lo dota de una fantasmal aura, perfecta para acoger entre sus paredes repletas de antiguas pinturas de El Rey los recuerdos amargos del grupo de desgraciados de siempre. Yo entre ellos. Saco mis cigarrillos del bolsillo interior del abrigo y enciendo uno. El humo rápidamente inunda mis pulmones y noto como una momentánea sensación de paz se apodera de mi ser. Y recuerdo, las risas de las tardes de lluvia en las que nadie se aventuraba a abandonar el calor del hogar, sus riñas que nunca lo eran cuando encendía uno de esos asesinos camuflados —como ella los llamaba— y que siempre me obligaba a apagar. “No es bueno para nosotras” decía mientras se acariciaba el aún no tan abultado vientre y sonreía con picardía. También recuerdo, ironías de la vida, el radiante Sol de una mañana de marzo, cuando mi corazón se unió a ese llanto invernal y se desvaneció para siempre el sonido melodioso de su canto.


*


En el interior de la tasca el humo de mis tristezas se mezcla con el de otros tantos que, como yo, no tienen nada que hacer en una tarde lluviosa. Otros tantos que, como yo, ya no tienen a nadie que apague sus cigarrillos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Al otro lado, el horizonte...


La mira desde la entrada, silenciosa, callada. Una chispa de diversión en su mirada de agua. Ella observa el campo que se extiende más allá de la ventana. La lluvia golpetea rítmicamente en el vidrio, y los caminos silenciosos de las gotitas trazan historias inconclusas. Como la suya. Como la sonrisa que nunca termina de asentarse en sus labios, como las caricias que siempre parecen insuficientes, como las palabras susurradas al oído que nunca son bastantes. Siempre esperando, siempre acabando, siempre llorando recuerdos, con lágrimas de alma corriendo libres por sus mejillas secas.

La sigue observando, sabe que lo está haciendo, y aún así, sus ojos siguen buscando por el horizonte, recorriendo anhelantes las escarpadas montañas, la chispa de diversión que creyó divisar, metamorfoseada en un dolor insano, incurable, imparable. Un dolor que la consume, que le acorta la vida, que le achica la sonrisa. Pero también el dolor que le permite vivir, que la acompaña en sus noches de soledad —largas y oscuras— que tiñe sus recuerdos de risas que nunca volverán —aunque no quiera saberlo— que la vuelve bella, poderosa, imponente, y a la vez, que hace aflorar sus debilidades más profundas, sus miedos más inconfesables, sus silencios más desgarrados.

Un dolor que, al fin y al cabo, necesitan. Como la felicidad necesita a la tristeza y el abismo a su puente. Como él necesita gritar y ella observar las montañas que se recortan al otro lado de la tristeza.

Como ellos mismos, con las caricias inacabadas y los besos de sal, se necesitan para seguir viviendo.