La lluvia empaña la ventana. En la oscuridad de la habitación, los pensamientos que has mantenido a raya desde hace tantos días, salen a flote. El silencio que te envuelve te asfixia, te cala los huesos, más incluso que las gotas que humedecen el pavimento. Te hace recordar que a tu lado, en la otra habitación, no hay nadie que observe el llanto del cielo, que la cama perfectamente hecha permanecerá así una semana más, y tal vez otra más. Suspiras con nostalgia, recordando todas esas noches de sonrisas y confesiones, de hermandad sincera, de riñas y palabras dichas sin pensar, de abrazos, dolores y alegrías. Rememoras los años de infancia —a veces fuiste cruel, y a veces te odias por eso—, los malos momentos —los niños son tan inocentemente malvados—, el dolor al ver su dolor, los deseos pedidos a las estrellas, que sea feliz, rogabas, cámbiame por él, por favor, no me importa, lo quiero mucho, que sea feliz. Y finalmente viste tus súplicas cumplidas, y una sonrisa perpetua adornaba su rostro maduro pero aún de niño, y entonces reía torcidamente, con cara de pillo, gracioso y aún niño. Y tú estabas feliz, porque el sonido alegre de su voz iluminaba tu corazón. Y el suyo, y también el de ella. Y porque seguíais siendo niños. Niños que se creían mayores, adultos e ingeniosos, pero aún niños.
Y de pronto, un día, ¡plaf! Ese niño que reía con la boca torcida ahora sonríe con condescendencia, tan adulto, tan maduro, tan poco crío. Y te das cuenta que las tardes de juegos y riñas se han terminado, y tal vez ya nunca volverán. Que mamá ya no se enfadará, porque la cama siempre estará hecha, y que cuando se rompa algún aparatejo de esos de los que no entiendes nada, no vendrá en tu ayuda rápido cual centella. Tendrás que esperar, porque ya no es un niño, porque hoy ya no está.
¡Y pasa tan rápido el tiempo! Ayer erais críos de escuela, hoy casi adultos en el campus. Y sin embargo, aunque avancen los años y su sonrisa cada vez sea más madura y menos traviesa, para ti es y seguirá siendo aquel niño con el que reías, jugabas, peleabas, llorabas y abrazabas. Aquel hermano que te echaba una mano sin que lo notases, que te defendía sin pedirlo y que te quería desde sus silencios. Aquél que en su interior y con su risa de pillo, es y nunca dejará de ser, aquel niño.